Instituto de Estudios del Antiguo Egipto
Asaltatumbas faraonicos.
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Arqueólogos españoles encuentran entre las arenas de Luxor amuletos y escritos con los que cazatesoros profanadores de sepulturas invocaban protección
Ha sido un negocio milenario que se repartían unas pocas familias. Los ladrones pretendían la impunidad con letanías y pequeños objetos contra las maldiciones
La tumba de Tutankamón logró escapar casi intacta a los bandidos
Los saqueadores del Antiguo Egipto, una profesión tan antigua como el anhelado descanso eterno de quienes hallaron sepultura bajo tierra, no fueron tan sigilosos como se sospecharía. Dejaron a su paso un reguero de despistadas huellas que las expediciones actuales rescatan al mismo tiempo que horadan las profundidades.
Contados han sido los que han logrado vencerle la partida a la legión de cazatesoros que auscultaron durante siglos las arenas de Egipto en busca del ajuar que sus faraones y cortesanos reunieron para acompañarles en su vida de ultratumba.
La extraña razón que catapultó a ambos al estrellato fue la fortuna de que los ladrones de tumbas no pudieron desvalijar sus entrañas. Intentaron acceder en al menos dos ocasiones pero, temerosos de los vigilantes que montaban guardia, sólo alcanzaron a llevarse algún anillo, ungüentos y perfumes. Un hurto menor que salvó los más de 5.000 objetos amontonados en la antecámara, la cámara funeraria, la cámara del tesoro y un anexo del enterramiento de Tutankamón (1336-1327 a.C.), la KV62.
Misiones arqueológicas como la española que desde hace cerca de una década desentierra la memoria del visir Amenhotep Huy, gobernador del rey Amenhotep III (1387-1348 a.C.), en el árido terruño de Luxor, a unos 600 kilómetros. En la antigua Tebas, la urbe que Homero bautizó como la ciudad de las cien puertas. «Los ladrones fueron dejando pistas. Hemos encontrado cajas de cigarrillos, gorros de color blanco de los que aún usan los vecinos de Luxor bajo el turbante e incluso botellas de agua del siglo XIX», relata a Crónica Francisco Martín Valentín, codirector de la misión que excava la tumba del alto funcionario faraónico, emplazada en la necrópolis de Asasif, a un tiro de piedra del popular templo de Hatshepsut (1478-1458 a.C.). Un monumento al que tras más de un lustro de alicaído turismo han regresado los peregrinos a la caza de las instantáneas que ofrecen sus icónicas escalinatas.
En 1922 dos hombres, que habían hollado la sureña Luxor con milenios de diferencia, gozaron de uno de esos golpes de suerte que rara vez acaecen. De súbito, Howard Carter y Tutankamón lograron una fama que aún perdura. El arqueólogo británico, tras años de infructuosa búsqueda, se topó con una pequeña tumba del Valle de los Reyes atestada de muebles, joyas, estatuas o arcones con ropa. Su difunto, un faraón que falleció a los 19 años, fue ungido de repente por una celebridad ajena a su pobre y fugaz hoja de servicios.
«Los ladrones querían asegurarse la impunidad con este tipo de artilugios», comenta Martín Valentín. La letanía menciona al profeta musulmán Suleiman -Salomón, para los judíos-, capaz de hablar con los animales y gobernar a los temidos «jinn» (espíritus), un regalo que, según el Corán, Dios le concedió en exclusiva.
«Lo que querían era saquear y lo que hicieron fue una ceremonia mágica para atar los supuestos jinn que habitaban esas estatuillas. Una vez leídas las invocaciones, podían expoliar sin temor», agrega el director de la excavación. «Con el encantamiento mágico confiaban en que no les pasaría nada.
Accederían con lámparas y una vez dentro, sin posibilidad de que nadie les viera, se dedicarían a cribar con total tranquilidad», apostilla Bedman.
El rastro de quienes se internaron en sus pasillos y descendieron por sus pozos con el anhelo de un lucrativo negocio permanece entre cuerpos hechos trizas, a los que sin ápice de clemencia les arrancaron cualquier símbolo de valor que pudiera decorar su esqueleto o las estancias en las que fueron confinados.
Uno de los hallazgos más recientes, localizados en una de las tumbas que se abren al patio de la sepultura del visir, arroja luz precisamente sobre el temor que atenazaba a los bandidos que osaban remover el pasado. Una pareja de ushebtis (figurillas funerarias colocadas en las tumbas del Antiguo Egipto con la creencia de que sus espíritus trabajarían para el difunto en la otra vida) ha emergido de la oquedad con los pies atados por una soga. «Tienen unos pocos centímetros de altura y están fabricados en barro cocido con yeso blanco y pintados de azul. Han aparecido sobre un papel doblado con fragmentos incompletos en árabe», detalla Teresa Bedman, la otra alma del proyecto. El folio, fechado en 1775, reza: «Mi corazón, uno para Alá, Suleiman Joseph... protección, protección, protección, protección... Mi corazón... Yo estoy bien para abrir...».
"El vacío acaba cuando comienza el saqueo..."
El hallazgo es, a juicio de Bedman, una de las principales pruebas de una actividad delictiva que arrancó en sus inmediaciones a partir del siglo XVII, cuando el tesoro enterrado en la que fuera otrora capital del imperio volvió a aflorar y con él el pillaje de unos moradores que habitaban una tierra regada por los canales del Nilo.
«De los siglos IV al XVII d.C., durante el período islámico, no sabemos qué sucede con la tumba. El vacío acaba cuando comienza el saqueo. Al principio buscan oro y plata porque arrojan y desdeñan otras piezas que en épocas posteriores tendrían valor en el mercado como amuletos, momias y sarcófagos».
En otros emplazamientos, sin embargo, la insaciable voracidad de los ladrones queda inaugurada poco después de que los sacerdotes sellaran la sepultura.
En época predinástica, previa al nacimiento de la civilización faraónica y la unificación del valle del Nilo, el furor por el oro y la plata alimenta los primeros robos. Una pasión que se vuelve frenética en el segundo período intermedio, una era que se desarrolla desde 1800 a.C. hasta 1550 a.C. El papiro Abbott -bautizado así por el doctor Abbott, que lo adquirió en 1857- atestigua la polvareda que levantaron una serie de atracos en el Valle de los Reyes.
Los rumores sobre la profanación de enterramientos reales y privados llevaron al entonces faraón Ramsés IX a formar una comisión encargada de efectuar las inspecciones en el cementerio tebano. El papiro, expuesto actualmente en el Museo Británico, es el pliego en el que los funcionarios del este y oeste de Tebas anotaron los resultados de su detectivesca investigación.
Otro documento, escrito por el mismo escriba, reúne el testimonio de los obreros que fueron acusados del hurto de la tumba de Sobekemsaf II.
«Tenía una espada y un grupo de amuletos y adornos de oro en la garganta. Su corona y diadema estaban en la cabeza y la momia del rey estaba cubierta de oro. Sus ataúdes estaban labrados en oro y plata por dentro y por fuera e incrustados con todo tipo de piedras costosas», narra el cantero Amenpanefer, el cabecilla de la banda que esquilmó la riqueza del monarca sorteando a los guardianes de la necrópolis y desafiando a todas las autoridades, desde el gobernador hasta el alcalde y el jefe de la policía.
En esta suerte de atestado, Amenpanefer también detalla el instrumental de cobre que usó para abrirse paso por el enterramiento y las antorchas empleadas para internarse en el pasadizo. Después de proporcionar el listado de sus nombres, sus cómplices fueron capturados y torturados hasta arrancarles la confesión de su participación en el delito. Los pliegos no desvelan, en cambio, el destino final de los malhechores.
Uno de los primeros desvalijamientos conocidos de la historia faraónica sucedió no muy lejos del páramo donde excava la misión española cada otoño desde 2009. El visir, cuyo cadáver aún sigue por descubrir, pagó con el olvido y la concienzuda destrucción de su memoria su batalla contra la revolución monoteísta de Akenatón pero -apagadas las hogueras- quedó transfigurado en un lugar de peregrinaje, también para los más pícaros.
«Contamos con otra prueba de profanación, un periódico británico de 1908», asevera Martín Valentín. Durante siglos, un puñado de familias de Luxor se disputaron el negocio de asaltar las tumbas. En algunos casos, bastaba con horadar el subsuelo de sus viviendas, plantadas sobre algunas de las colinas que albergaban las necrópolis.
"Con este dinero compraré una casa para ti..."
Una rentable actividad de la que la expedición guarda como un tesoro una misiva fechada a principios del siglo XX, hallada durante la excavación de uno de los nichos, en la que un ladrón exige el envío de 100 piastras. «As salamu alaykum. Transfiere, por favor, el dinero a Ragab a través de Mohamed Osman. No retrases mi petición. Con este dinero compraré una casa para ti y tu hermano. Tienes que hacerlo muy rápido...», escribe el criminal, apremiado por el descubrimiento y su ajuar.
Los restos del sacrilegio, diseminados por la concesión, también trazan el recorrido de quienes se lucraron a costa de la corte del faraón. «A la cercana capilla del visir [que el proyecto se afana en reconstruir parcialmente, elevando de nuevo sus imponentes columnas] llevaban las momias que hallaban en otras zonas para despojarlas de sus joyas a cubierto».
«Los objetos que vamos encontrando nos hablan del sitio y de cómo fue expoliado», desliza el arqueólogo. A pesar de la obstinada tarea de sustraer su interior que durante siglos padeció el yacimiento, la misión ha desempolvado más de 11.000 piezas, desde sarcófagos hasta figurillas o un curioso ostracon, un fragmento de cerámica en el que los constructores de la tumba trazaron el boceto de las columnas con sus característicos capiteles en forma de flor de loto.
En sus inmediaciones se ha localizado incluso un pedazo de papel en árabe con una fórmula decimonónica para realizar un exorcismo en nombre de Jesús. «Son los testimonios de que este lugar tiene aún ecos del espacio piadoso y mágico que fue en época de los faraones. El monumento estuvo vivo hasta el siglo V d.C. cuando alojó a eremitas coptos», evoca Martín Valentín. Una poderosa atracción a la que también sucumbieron quienes, pertrechados de amuletos y promesas de suculentas transacciones, penetraron en el recinto con las ansias de firmar un gran golpe y vivir a cuerpo de faraón.